Haremos match en Tinder y compartiremos una conversación por mensajes. Alabará mi sonrisa en las fotos de perfil y se mostrará impaciente por verla en persona.
Entonces me propondrá que nos veamos cerca de su casa y aceptaré encantada.
En nuestra primera cita, iremos juntos a un café acogedor en el centro, decorado con madera y cuero. Los camareros le saludarán con cierta complicidad. Yo pensaré que él es alguien a quien todos aprecian. Me sentiré bien porque ha quedado conmigo.
Iremos hacia unas mesitas al fondo y me ofrecerá la butaquita porque a él no le importa sentarse en la silla de madera. Yo comenzaré a sonreír, agradecida. Sentiré que el murmullo del ambiente se me mete entre las ideas y dejaré de escuchar con claridad.
Repasaré mentalmente cada una de mis sonrisas de las fotos de mi perfil de Tinder, mientras me encojo en la butaquita que resbala porque no es de piel, es de plástico. Y le escucharé en silencio, mientras sonrío, intentando imitar cada sonrisa porque me ha dicho que a él le encanta mi sonrisa. Intentando recordar qué motivo me hacía sonreír entonces. Estaré en todo momento pendiente de la curvatura de mis labios, tensando sólo los músculos faciales en su justa medida, para no parecer demasiado leve ni demasiado excesiva. Le miraré complaciente desde abajo, porque me sigo encogiendo en la butaquita de polipiel y me contará lo poco que le sonreía su exmujer. Y pensaré en sonreírle más, para que vea que yo puedo hacerlo mejor. Y entonces él me preguntará:
-¿Tú no serás de esas que se ponen pesadas con lo del orgasmo femenino, no?
Y yo le miraré, y seguiré sonriendo.